30 de marzo de 2024

Colaboración cultural: ¿Este libro no sirve y hay que destruirlo? En marzo nos reencontramos (IV)

 Sábado, 30 de marzo. 

Victoriano Santana*

2. UN JUICIO. EXPERIENCIA CULMINADA
Nada de lo apuntado hasta ahora tiene validez si no se contrasta con la obra literaria, que es lo relevante de la experiencia intelectual que conlleva toda acción lectora. Lo que importa siempre es el texto y cuánto nos amarra a él, aunque sepamos que hay una suerte de complicidad que, llegado el caso —y siempre que sea necesario para nuestra particular paz emocional—, nos permitirá ser magnánimos.
En verano nos vemos es una novela breve. Muy breve. Dieciocho mil doscientas palabras. Para hacernos una idea: Crónica de una muerte anunciada tiene 28 mil voces; Cien años de soledad, 138 mil. En este reducido espacio se distribuye en seis capítulos la materia narrativa. En 1999, la citada Rosa Mora, al poco de la lectura del que se consideraba entonces como primer relato, titulado igual que la obra que nos ocupa, afirmó:
«En agosto nos vemos formará parte de un libro que incluirá otras tres novelas de 150 páginas, que Gabo tiene ya prácticamente escritas, y es probable que incluya una cuarta, porque, según explica, se le ha ocurrido una idea que le atrae. El común denominador del libro es que tratará de historias de amor de gente mayor».
El resultado es que las novelas breves o cuentos largos que debían componer este proyecto editorial se convirtieron en capítulos. No sé si la intervención del editor en las distintas fases de desarrollo de esta libresca empresa ha tenido algo que ver con la conversión en episodios de lo que se había proclamado que eran relatos. Si así fuera, el acierto es absoluto.
Una mujer de 46 años, criada en un excelente ambiente académico, con más de un cuarto de siglo de casada con el admirable por sus cualidades personales y profesionales director del Conservatorio Provincial, con dos hijos (un destacado músico de orquesta a pesar de su juventud y una chica que, al margen de su manera de conducirse en el día a día, desea ser monja de clausura) y, en apariencia, feliz con la vida que tiene, Ana Magdalena Bach, decide introducir en la rutina de todos los 16 de agosto (cuando, para poner flores en la tumba de su madre, viaja a una isla caribeña donde se combinan la miseria con la pujanza del turismo) una variación que supondrá un punto de inflexión en su existencia: mantener una relación sexual con un desconocido. A partir de aquí, en la novela, que se sustenta sobre una estructura repetitiva (viaje > taxi > hotel > flores > cementerio > hotel > “brecha con el pasado” > regreso > consecuencias domésticas), como si fuera un canon musical, se van introduciendo las variaciones que conllevan los encuentros masculinos, los guiños poéticos y conceptuales en torno a la idea de una mujer que, en su climaterio, se pregunta por su vida con sus actos y sus deseos.
Me han llamado la atención las numerosas referencias literarias explícitas que representan lecturas de la protagonista en distintos momentos de la novela porque avivan el interés por hallar en ellas mensajes encubiertos del autor que el narrador disfruta dejando caer como si nada (pregunto: ¿acaso no es más divertido leer así?). Veamos: cuando llega para los lectores por primera vez a la isla, Ana está leyendo Drácula (1897), de Bram Stoker, el muerto que revive con la sangre (la vida) que le suministran otros (¿insinuación de la “nueva sangre” que necesita Ana para volver a vivir con plenitud?); en casa, tras la primera aventura, la vuelta compulsiva al tabaco y su desproporcionada reacción a la confesión del diu quinceañero de su hija, no logra avanzar con un clásico de la literatura hispanoamericana como es la Antología de la literatura fantástica (1940), de Jorge Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares (rota la ficción del hogar, ¿solo queda la cruda realidad?); en el tercer capítulo, tras gastar en una propina los humillantes veinte euros «de carne y hueso» que había conservado tras el primer amante, quien la confundió con una prostituta, está leyendo El día de los trífidos de John Wyndham (1951), una novela postapocalíptica, según leo en Wikipedia, que habla de una forma de vida (los trífidos) que está entre el mundo vegetal y el animal (¿así se siente nuestra protagonista en ese momento?).
En el noveno regreso a la isla, tiene entre manos Crónicas marcianas de Ray Bradbury (1950) y conecto el libro, que centra sus relatos en la colonización de Marte, con los asedios de Aquiles Coronado hacia la protagonista desde que ella tenía quince años sin que hubieran prosperado en lo carnal y se acabaran sujetando a una suerte de familiaridad como la que concedía, por ejemplo, el que fuera padrino de su hija («Entre compadres es pecado mortal», le dijo ella logrando que él se enfureciera con la respuesta); y en el momento estelar de la novela, cuando Ana y su marido están inmersos en las cotidianeidades previas al apagado de luces para dormir (ella, leyendo literatura; él, las partituras de Così fan tutte de Mozart —que habla de infidelidades femeninas—), la protagonista ha terminado de leer El ministerio del miedo de Graham Greene (1943), que empezó en su última instancia en la isla y que tiene como tema el arrepentimiento del personaje principal y los conflictos que genera este sentimiento:
«Rowe se movía como un trozo de piedra entre las piedras: estaba protegido por un camuflaje, y a veces sentía, rompiendo la superficie de su remordimiento, cierto orgullo maligno semejante al que podría sentir un leopardo que se mueve en armonía con todos los otros lunares de la superficie del mundo, aunque con mayor poder. No había sido un criminal al matar; fue después cuando empezó a crecer en él la criminalidad como un hábito del pensamiento».
¿No pudo ser el recuerdo de un fragmento de la novela del británico como el reproducido el catalizador para que se diera la trascendental escena en el dormitorio matrimonial? En otro regreso a la isla, posterior a la conversada nocturna con el marido en el que le reconoció que se estaba sintiendo morir por dentro con la confirmación de que él le fue infiel con la primera violín de la orquesta de Pekín y le dijo que todos los hombres son iguales —«una mierda»—, leía Diario del año de la peste de Daniel Defoe (1722).
Hay otras referencias bibliográficas (El lazarillo de TormesEl viejo y el mar de Ernest Hemingway y El extranjero de Albert Camus) cuya mención, a mi juicio, solo obedece al propósito del narrador de dar cuenta de algunas de las novelas cortas que leyó la protagonista durante una etapa de su vida. Ahora mismo, no le veo mucho sentido ahondar más en lo que, tal y como yo lo veo, no es más que un listado de títulos que le gustaban al autor y que consideró oportuno hacérselos llegar al narrador para que los situara en el contexto de las aficiones lectoras de Ana Magdalena. Poco más.
La música, como los libros, también está muy presente en la novela; y como ocurre con los títulos de ficción que se citan, tiene una manera muy particular de referenciarse: por un lado, está la música clásica pura, sin alterar, que no “suena”, salvo en la cabeza del marido de Ana, que ha decidido “escucharla” a través de la lectura de las partituras —él se halla inmerso en el proceso de composición de un manual «para un modo nuevo y más humano de escuchar la música, y un corazón distinto para interpretarla»—; y en la segunda tentativa, cuando ya se retiraba a la habitación tras cenar y vio a una pareja bailar el “Vals del Emperador” de Johann Strauss II. Fuera de ahí, asociamos el género a la mención curricular del padre, marido e hijo de la protagonista.
Por otro lado, está la música latina, casi siempre caribeña, en la que destaca en el primer y último capítulo el “Claro de luna” de Debussy en versión bolero, lo que es significativo porque supone un cambio de estilo afín al que hace la protagonista cuando va a la isla a ponerle flores a su madre: en el primer capítulo, romperá la rutina de lo que era su vida hasta ese momento; en el último, hará lo propio con el hábito de “romper la rutina” anualmente. Junto a esta música popular, aparecen los arreglos de piezas de Béla Bartók y Aaron Copland, o sea, temas que nunca se interpretaron tal y como fueron compuestos originalmente —una analogía con las diferentes “versiones” de la Ana que llega a la isla cada año—; y algunos nombres propios, además de los citados, como Fausto Papetti o Celia Cruz, presentada como «la gran cantante cubana» en el hotel de cabañas rústicas en un bosque de almendros donde afirma la voz narrativa que se aloja en el cuarto capítulo. La mención a «un álbum de Van Morrison» cuando Micaela, la hija de Ana, va a ingresar en las Carmelitas Descalzas creo que es el único hilo del que poder tirar para concretar un poco el tiempo histórico de la novela: como el primer álbum en solitario del músico irlandés, Blowin’ Your Mind!, es de 1967, lógico es deducir que los acontecimientos de la ficción se han desarrollado a partir de ese año.
3. FINAL
En agosto nos vemos me ha entretenido mucho (coincido en las virtudes del texto que señalan sus hijos en el prólogo) y ha logrado relativizar los largos prejuicios —ya consignados en este texto— que pugnaron por hacerse un sitio en los días previos a la lectura; al margen de esto, repito, la obra ha conseguido que sucediera lo inesperado: que se abriera de nuevo la puerta de Memoria de mis putas tristes, un texto que nunca había terminado de seducirme del todo porque, al principio, tenía la vorágine inmisericorde de su producción precedente, que había arrasado con cualquier brizna de sosiego gabosiano que pudiera atesorar; y después porque intenté leerla obligándome a hallar en la pieza las muestras de una valía singular que al final no encontré, sin que ello implicara menoscabo alguno. La misma clave de senectud —tanto del autor como de un servidor— con la que he contemplado la novela que nos convoca es la que me ha permitido percibir de otro modo el título de 2004.
El de 2024, el que ya ha sido calificado como acontecimiento literario del año, es un texto que no resiste comparación alguna con sus grandes piezas, pero que atesora las enormes virtudes del maestro sobre la carga poética del lenguaje y la capacidad para cautivarnos que señalan sus hijos en el prólogo. Para mí, tras la experiencia de los prejuicios y el juicio, ya no puedo evitar ver en las páginas de En agosto nos vemos las formas de un abrazo de anciano que, a pesar de su debilidad, no deja de estar tan henchido de afecto y de calor humano que se vuelve imposible negarle lo que ha conseguido de sobra: que lo queramos más y mejor, y ahora para siempre.
Al final de la novela, Ana Magdalena Bach regresa a casa con una bolsa de huesos que recuerda a la que traía Rebeca cuando, con once años, llegó a Macondo portando «un talego de lona que hacía un permanente ruido de cloc cloc cloc, donde llevaba los huesos de sus padres». Es una despedida: ella no tendrá ya más agostos; y nosotros, conscientes al otro lado de las páginas de que ya no hay más ambrosías que esperar, tal y como lo hemos venido haciendo desde que publicara La hojarasca en 1955, ya no volveremos a reencontrarnos con él (perdón: con ÉL).
*Victoriano Santana es Doctor en Filología Española, profesor de Secundaria, escritor y editor.