Viernes, 29 de marzo.
Victoriano Santana*
-1.2.3. Hilo tercero: el editor. / El contrapeso a la afabilidad y cercanía del prólogo lo representa el rigor de la nota del editor, Cristóbal Pera. Las suyas son páginas periciales que ayudan a entender el proceso seguido hasta llegar a la novela; un camino que la mayoría de las veces, por desconocimiento y/o desatención, no se tiene en cuenta a la hora de enjuiciar una obra o valorar cuanto hay detrás de una intervención de esta naturaleza. El laborioso y apasionante trabajo que ha realizado solo ha sido posible gracias al «descubrimos que el texto tenía muchísimos y muy disfrutables méritos» y el «decidimos anteponer el placer de sus lectores», que anotan los hijos de Gabo en el prólogo. A partir de ahí, como señala el referente de este tercer hilo de prejuicios, se fijó ese «pacto de confianza basado en el respeto» que han de mantener autor y editor.
Coincido al cien por cien con las dos afirmaciones que Cristóbal Pera encierra en la siguiente declaración: «el trabajo de un editor no consiste en cambiar un libro, sino en hacerlo más fuerte con lo que ya está en la página, y esa ha sido la esencia de mi trabajo editorial». Efectivamente, su impecable intervención en la obra ha contribuido a darle una consistencia al conjunto que, por ejemplo, no detecté en las dispersas muestras de 1999 y 2003 referidas con anterioridad. Esto, por un lado; y, por el otro, no puedo estar más de acuerdo con él en que la tarea de un editor no es que el libro que maneja se amolde a su voluntad e intereses estéticos e ideológicos, sino que las virtudes que la obra atesora como documento lingüístico se incrementen y, con ello, que aumenten las posibilidades de cautivar a más y mejores lectores durante mucho tiempo. Erigido en ese superlector que apunta Claudio Guillén en su Entre lo uno y lo diverso. Introducción a la literatura comparada (1985) y no en un simple corrector, mecanógrafo ni empaquetador de hojas cosidas por un lado —como se observa que se hace en muchos sellos—, un editor que asume su función con plenitud se convierte de este modo en una suerte de arquitecto donde los pesos y contrapesos de un texto han de estar bien aderezados para evitar el derrumbe final. ¡Cuántos libros se han perdido por malas ediciones!
Su labor de «restaurador ante el lienzo de un gran maestro», como expone, proyecta la imaginación hacia un conjunto de decisiones trascendentales para que el escrito final llegue adonde se considera que ha de hacerlo antes de que se multiplique y no haya rincón del planeta donde no se deposite un ejemplar. Pienso en el compromiso ético y estético ante el producto y ante lo que significa el noble oficio de editar libros: estar horas, días, semanas, meses… indagando en el corazón de ese organismo lingüístico y fijándonos en cómo sus válvulas permiten adentrarnos en las cavidades estéticas de los escritores (¡qué hermosa ocupación!). Y pienso también en las versiones en distintas fases de terminación que manejó y, sobre todo, en esa quinta fechada el 5 de julio de 2004, la del «Gran OK final…», que fue la que debió empujar a Gabo a concluir que debía dejar reposar la obra, como le indicó a su secretaria, Mónica Alonso. Pienso en ella, por supuesto, vinculada con el escritor desde principios de mayo de 2003, porque en mi fantasía concibo el fichero digital que elaboró y custodió; y en el que, junto con la señalada versión cinco, «convivían fragmentos de otras opciones o escenas que el autor había considerado anteriormente», como refleja Cristóbal en su nota.
Qué pacto con la fidelidad; qué lealtad de copista, la suya. Al pensar y recrearme en lo apuntado, vuelvo con lejana felicidad sobre los pasos de uno de mis más preciados manuales filológicos: el de crítica textual de Alberto Blecua. Inmerso en esta alegría, la ficción puja por hipótesis inverosímiles: ¿y si en alguna ida se hubiera dicho para sus adentros: «el señor se confunde, no ha querido decir X, sino Y», y quisiese enmendar el supuesto despiste del escritor haciendo ella misma la persuasiva corrección que su entendimiento le dictaba? ¿Y si en medio de esa «mejor manera de ocupar sus días en el estudio haciendo lo que más les gustaba hacer: proponiendo un adjetivo aquí o un detalle que podía cambiar allá», que anota el editor, concluyera la mujer que las tinieblas del cataquero requerían, para que se disiparan, de una intervención más decidida por su parte a la hora de convertir en definitivo cuanto recogía por escrito? No digo que esto haya ocurrido; no, no y no, pero qué apasionante, qué excitante, qué grata tensión subyace en la sola idea de que los hechos se hubieran producido así y que el editor se hubiera enfrentado a una versión que, atribuida en su totalidad al escritor, sutilmente tuviera entre líneas diferentes intervenciones de la secretaria sobre las que jamás estuvo al corriente el propio García Márquez. Es todo fantasía, lo admito, no dudo de las palabras que le dedica Cristóbal Pera («La fidelidad y compromiso de Mónica Alonso con el escritor han sido esenciales para que el texto llegara a nuestras manos»), mas cómo no permitirme estos desvíos en este bloque de prejuicios que así, de esta manera, en este instante, remato.
*Victoriano Santana es Doctor en Filología Española, profesor de Secundaria, escritor y editor.