Yo trabajaba entonces en la revista Interviú, desde su fundación en el
año 1976, ocupándome de temas de
actualidad e investigación histórica. Fueron unos tiempos inolvidables, con la
Policía, la ultraderecha y los servicios de información militares y civiles (la
BPS ya disuelta, que seguía
actuando como antes lo hacía), pisándonos los talones y amenazándonos cada día,
sobre todo por teléfono (estaba de moda en ese tiempo), para que dejásemos de
rebuscar en sus negocios, sus biografías y las de sus colegas, en sus oscuras
actuaciones durante la dictadura, o en las relaciones que tenían con
traficantes de armas internacionales, entre otras muchos temas. Nos amenazaban,
nos señalaron, mandaban anónimos que anunciaban "nuestra muerte" o reventaban
las ruedas de nuestros vehículos, y a "pleno sol", sin temor a nada, gritando
que “se pasaban la democracia por los
cojones”, o “mañana sólo van a
vivir tres de los rojos que están en este antro” (llegaron a empapelar
las paredes de la redacción de Interviú
(en calle Potosí de Madrid), con
estas y otras aún más escatológicas literarias frases, salidas de su evidente
analfabetismo funcional. Aunque sus mensajes eran claros, "seguimos haciendo periodismo" pero
de verdad.
El dueño, Antonio Asensio, estaba "rebosante de felicidad" (decía él),
aunque no por lo que publicaba Interviú,
sino porque sus cuentas corrientes multiplicaban su riqueza y su dinero a ritmo
frenético, ya que las ventas y la publicidad marcarían cifras récord, hasta el
punto de que Interviú empezó a
convertirse en referencia para toda Europa. Asensio Pizarro hizo caso omiso a las querellas, amenazas y
atentados contra las sedes de Interviú,
pues lo que le importaba era la recaudación económica y el poder acumulado en
paralelo, como notaba un día tras otros, cuando lo llamaban ministros,
directores generales, el presidente de Gobierno y hasta la Casa Real; aun así, los temas e
investigaciones iban subiendo grados y publicándose los trabajos realizados, a
cual más arriesgado, pese a las querellas criminales y denuncias interpuestas,
a los seguimientos "cantados",
los destrozos de vehículos que teníamos aparcados, próximos a la redacción, y
hasta pintadas amenazadoras en las puertas de nuestras casas. Sería una etapa
irrepetible, extraordinaria y única, que siguen explicando en facultades y escuelas de Periodismo
cual figura singular esplendorosa en la historia de nuestro país.
La caída de Interviú en el fango más rancio en el
que hoy está, es otra historia que va pareja a la gigantesca crisis, no sólo la
actual crisis económica, que venimos atravesando desde que empezamos a ver los
dientes del lobo que supuso la
Transición que “jamás existió”.
Aunque ésa es otra historia de la que deberían estar ocupándose en centros de
estudio, facultades y equipos de
investigación.
La historia de
aquella época decisiva y clave está repleta de crímenes, palizas, amenazas y
atrocidades. El magnífico libro, realizado con rigor informativo y con exigente
objetividad, por nuestro común amigo y ejemplar compañero Alfredo Grimaldos Feito es
insustituible para estudiar, saber a qué nos referimos y qué fue, y continúa
siendo, “La sombra de Franco en la
Transición”, como titula Alfredo
el voluminoso ensayo que estoy reseñando.
Entonces, en el año 1982 o 1983,
detalles que ahora no recuerdo, que para el caso no tienen más importancia, fue
cuando nombran a José Antonio González
Pacheco, sigo con Billy el Niño,
Jefe máximo de la División de
Seguridad de Talbot Renault,
la firma francesa (que el chovinismo pedestre de Martín Villa adjetivaría de sociedad
hispano-gala), en toda la
Penísula Ibérica. Era la "época
gloriosa" de la revista Interviú,
con otros propósitos para los tiempos que corrían y con una orientación
informativa que, a menos en nosotros, enlazaba decididamente con el nuevo
periodismo. Fueron años épicos que nadie podría olvidar. Tiempos decisivos y
competitivos, en los que destacaría el periodismo de investigación que dio una
voltereta impresionante a los tópicos, frases hechas, lugares comunes y reseñas
que exigían los poderosos. Eso se fue acabando y la historia, algún día dejará
constancia de ello y de los métodos
empleados.
En esta fecha, Antonio Asensio Pizarro, principal
dueño de Interviú, propuso que
hiciésemos una entrevista al "personaje", (“no como
excomisario o ex inspector de la Brigada
Político-Social, la BPS, aunque no exista”), diría Asensio Pizarro al Consejo de
Redacción que se reunía los viernes para plantear el próximo número de Interviú; “sino dirigiendo las preguntas a su nueva vida, su adaptación a la
democracia y sus labores en el departamento de Seguridad en la firma Talbot Renault”. En la misma
reunión, Ignacio Fontes asumiría
esta propuesta, pues la entrevista la harían en Madrid ya que González Pacheco, Billy el Niño, residía en la capital
española y allí harían las gestiones precisas para hacerla lo antes posible.
Recordaré que aunque la sede de
Interviú estaba en Barcelona, donde fue registrada la publicación, pues
allí vivían los propietarios, la redacción estuvo siempre en Madrid, desde que inició su andadura
en el año 1976.
Ignacio Fontes era
entonces subdirector o redactor-jefe. Es lógico que, después de tantos años, no
recuerde todas esas vicisitudes, esas fechas, nombres, cargos, citas, lugares
de encuentro y anécdotas sin treguas. Sobre lo que reseño en estas líneas, el
olvido no resta ni un ápice esencial al fondo del asunto, puesto que no tiene
la menor importancia en lo que estoy escribiéndoles. Reconozco que hay ausencias
premeditadas, que retengo en mi cuaderno de bitácora para mejores ocasiones.
Termino con lo que iba apuntando en este bloque, diciendo que Ignacio Fontes fue nombrado director
del semanario Interviú poco
después. Para mí fue la mejor etapa, con diferencia, en la vida de la
revista. La Edad de Oro de la
publicación, ya dentro de la Edad de
Oro del periodismo español. Hasta que lograron acabar con ellas. No sé
si el periodismo ha muerto, pero puedo afirmar que agoniza a galope tendido.
De la entrevista con González Pacheco, Billy el Niño, yo me
enteré tres días antes de estar concertada. Me lo dijo Germán Gallego Picó, de los mejores compañeros, amigo, hermano y
maestro que tengo en el pernicioso y tóxico universo del periodismo. Germán no
me dijo nada hasta que, ya acordado el encuentro con Billy el Niño para hacerle la entrevista, iban a proponerme que
les acompañara (Ignacio y Germán no querían decírmelo, pensando
que yo pondría el grito en el cielo). Fue cuando Germán Gallego me dijo que
tenía que hablar conmigo y con Ignacio
Fontes en cualquiera de las salas habilitadas para las visitas. Estaban
riéndose, mientras nos sentábamos, hasta que Germán o Ignacio (o
Ignacio y Germán, otra vez el olvido) me dicen que, desde hacía unos días,
tenían concertada una entrevista a Billy
el Niño para publicar en
Interviú. Ignacio haría la entrevista, y Germán las fotografías. Tengo que hacer público, que gestionan
todo con cierto sigilo y precaución, como debíamos proceder durante los
arriesgados trabajos en aquel tiempo, aún tan complejo en los que nuestra
integridad física siempre estaba desafiando a los poderosos franquistas que
seguían con sus prebendas pese a las cacareadas falsedades que proclamaban los
actores y partidarios de la inédita Transición. Siempre teníamos que estar al
tanto para evitar trampas y cortocircuitos tan al uso en periódicos y revistas,
auspiciados incluso por quienes juraban haber “sido demócratas toda la vida”, y
que reventaban gestiones o temas filtrándolos a sus ex jefes o ex dirigentes en
el franquismo.
Aún estábamos en la
sala de visitas y no sé si fue Ignacio o Germán, me dicen que le gustaría que
fuese con ellos al encuentro con Billy
el Niño. Me negué en redondo. Así me lo dirían después, antes de
informarme de que ya tenían cita, con día y hora, para entrevistarle y que les
complacería que fuese. Germán Gallego
e Ignacio Fontes bien sabían que
Billy el Niño era “uno de los seres vivos que más he odiado
toda mi vida, y sigo odiando, y no quería verlo ni en pintura”
(traducción pretendidamente culta de lo que dije al recalcar mis motivos y
evitar el encuentro).
Volvían a pedírmelo
esa misma tarde, con igual respuesta por mi parte. Ignacio me dice que él quería que le hiciésemos
juntos un pequeño guión, pues yo tenía más conocimiento del personaje, no más
exacto, pero sí más cercano, ya que fui una más de sus víctimas, además de
padecer las torturas que Billy el Niño
protagonizaba sin refinamiento a los detenidos que caían en sus manos. El “gran placer de su inigualable brutalidad”,
que para él suponía poner otra marca "cual muesca" en el cinturón de sus cananas. Incluso así, Germán e
Ignacio seguían empeñados en que yo estuviese con ellos. Me negué una y otra
vez, diciéndoles que no quería ni ver a semejante elemento criminal por nada
del mundo. Ya lo había maldecido millones de veces, aún más si me acordaba de
mis padres, quienes debieron padecer lo indecible por lo que les hacían a sus
hijos; o me acordaba de los registros indecentes en su casa de Gran Canaria, y hasta de las amenazas
que les hacían cuando ya estaban enfermos con patologías terminales.
Así
uno y otro día, "incluso dándome por
imposible", como dijo Ignacio
Fontes. Dos días antes de la cita, a Germán Gallego le salió su picardía madrileña. Estaba cabreado,
mucho y, mal encarado y serio, se dirige a mí. Ni tan siquiera me dejó hablar. Sin
más, con la mala uva del enfadado, me dice que le había hecho creer desde que
nos conocimos muchos atrás, que yo era otra clase de persona, sin miedo y con
ganas de seguir peleando. Hablaba como una ametralladora.
“Nunca te he fallado ni tú a mí tampoco, y hasta hoy. Me avergüenzo de que no
tengas arrestos para enfrentarte a este tipo. Se lo dije a Ignacio, y él también piensa lo mismo
que yo. ¿Sabes que te digo? Que no te atreves a mirar cara a cara a Billy el Niño. Cara a cara. No por
cobardía, sino porque no sabes qué vas a decirle. No vendrás, pero ese
torturador seguiría haciéndolas si pudiera, un torturador del que tú siempre
dices que es un cobarde. No tienes agallas para mirarle ‘cara a cara’ a ese
verdugo, del que te digo que tendrá que pagar todo lo que ha hecho, y no sólo
por ser un torturador, sino por mil cosas"...
Las palabras
exactas no son éstas, pero sí enlazan con el casticismo sin urbanidad
característico de la sinceridad de Germán.
Aunque parezca lo contrario, su monólogo me entusiasmó. Ya cuando salí a
buscarlo, había desaparecido, y volví a la redacción. Hablé con Ignacio, que estaba al tanto de la
bronca que me echó Germán y, por
supuesto, le confirmé que iría con ellos a la cita con Billy el Niño.
Dos
horas después, regresó Germán Gallego
a la redacción, diciendo que, conociéndome como me conocía, sabía que la única
manera de que asistiera a la cita era provocándome; y aunque tenía gran parte
de razón, también yo estaba deseando verle la cara a Billy el Niño. Hasta que llegó la hora. Ignacio Fontes había citado a González Pacheco, Billy el Niño, en la cafetería del Hotel Miguel Ángel, situado en la
calle madrileña del mismo nombre, dos días después. Habían quedado sobre las
once y media de la mañana. Mi papel se reducía al del convidado de piedra. Ignacio entrevistaba y Germán haría las fotos. En eso es en
lo que quedamos. Hasta que llegó el día.
Llegamos con antelación, y fuimos dándonos un paseo, desde el aparcamiento,
hasta llegar a la entrada del hotel; todavía faltaban quince minutos para la
cita. Por inercia, entramos al establecimiento y nos dirigimos al mostrador de
la cafetería; miramos alrededor y, sorpresa nuestro, vimos en una mesa del
fondo a Billy el Niño,
acompañado de un colega que reconoció Germán
Gallego. Nos aseguró que fue policía de la BPS, como Billy el Niño,
ahora dedicado a la cría y doma de perros para vigilancia. Germán no recordaba su nombre, pero sí
que lo llamaban El Vallecano, pues donde hacía su labores policiales nocturnas era en el popular barrio madrileño, donde contabilizaban sus damnificados
por cientos.
Después del saludo, que evité colocando en la mesa otro artilugio fotográfico de Germán, empezaron a plantear la deriva de aquella entrevista
periodística de Ignacio Fontes y
José Antonio González Pacheco, Billy el Niño. He de decir que El Vallecano no abrió la boca en
ningún momento ni para pedir el café; la tensión inicial iría rebajándose con
el desarrollo de la entrevista, como íbamos comprobando. Hasta que Billy el Niño “se cargó la vajilla”, cuando Ignacio Fontes le preguntó al propio, es decir, a González Pacheco, “¿por qué tenía
tan mala prensa, como él bien sabía, de ser el más implacable torturador entre
los demócratas españoles, tanto mujeres como hombres”. González Pacheco, Billy el Niño tenía
preparada la réplica, pues sin solución de continuidad contestaría del
acelerón.
“Se lo debo a gente como ésa, señalándome a mí con desparpajo, aunque
sin mirarme a la cara (tuvo clavado en el piso los ojos saltones que lo
caracterizan durante el tiempo que estuvimos allí), que está ahí contigo”.
Entonces abandoné la compostura silenciosa que mantuve hasta ese instante, y
salté como resorte desatado. Di tal brinco al ponerme de pie, que asusté a una
pareja que ocupaba otra mesa. Envenenado de rabia como estaba, sin más, le dije
cuanto me vino a la cabeza.
“Tú eres
un asesino. Tú y los tuyos, sí, estuvisteis a punto de matarme. Hasta tal
punto, que llegué a Carabanchel sin enterarme de nada, sin saber ni quién era.
Eso no se olvida nunca. Ni lo olvido yo, ni se te olvidará nunca a ti”.
Quisiera reproducir con fidelidad todo cuanto ocurrió en breves instantes. Sé
que no lo dejé hablar, y pienso que él tampoco quería, pues no hizo ademán
alguno de intentarlo mientras seguía con los ojos saltones, fijos en el suelo,
aguantando la bronca.
Aquel encuentro
que hasta poco antes discurría como cualquier sesión periodística clásica, cuando me enfrenté a lo
que dijo sobre lo que Ignacio le
había preguntado, emergería toda la tensión contenida, en mí, en Billy el Niño y en quienes formábamos
el grupo de los cinco hasta que El Vallecano desapareció al verlas
venir. Un vértigo turbador inundaría la sala de la cafetería cuando me levanté
de la silla apresuradamente. Los trabajadores y los clientes del hotel parecían
petrificados, atendiendo a lo que podía estar pasando en aquella mesa, pues Billy el Niño, después nos lo dirían,
era cliente habitual, como sus correligionarios y demás colegas. No recuerdo
qué le dije cuando salté del golpe. Sí me acuerdo de que, mientras El Vallecano se alejaba de la escena,
González Pacheco o Billy el Niño, no volvió a decir
palabra alguna, ni tan siquiera a intentarlo. Pero allí siguió sentado mientras
yo no paraba de hablar, denunciando muchas de las sangrientas atrocidades que
hizo a toda mi gente, amigos, compañeros y a mi familia. Mientras dije lo que
me pareció que tenía que denunciar (“recuerdas
hechos, circunstancias y detalles clave de la vida colectiva, como la llamada Memoria Imantada, y cuya utilización
académica consolida nuestra comprensión histórica de acontecimientos
pretéritos”, decía Jean Jaurès
en su ensayo "Las pruebas", escrito
en 1898, sobre el Caso Dreyfus).
“Yo soy gente como
dices, pero tú eres de la gentuza criminal que ha estado, durante años,
machacando a las personas decentes y luchadoras que peleaban contra la
injusticia, contra la tortura, las persecuciones y contra el terrorismo
fascista que en la dictadura, amparados en la impunidad que os daba el
fascismo. Eso es lo más suave que voy a exponerte. Pues no voy a pararme, si
eres capaz de aguantar todo lo que quiero decirte cara a cara; y por cierto,
aún ni siquiera has levantado la cabeza. Tenía ganas de mirarte a la cara, pero
veo que tú no lo haces, ni estabas haciéndolo antes. Has de saber que estoy
aquí para decirte a la cara el asesino que eres, para denunciarte el torturador
que has sido y, sobre todo, he venido para difundir a los cuatro vientos que,
además, de ser un asesino, también eres un cobarde”.
Billy el Niño no se levantó de
su sitio, como tampoco Germán e Ignacio. Mientras, yo seguía
desahogándome sin parar, exigiéndole al famoso torturador que escuchara mis
denuncias. Al tiempo que le hablaba, volvían a mi cabeza terribles escenas vivas, dándome la sensación de que
estaban sucediendo en ese mismo instante. Uno de los pasajes que me atormentaba
sólo recordándolo, derivaba de otra estancia mía en la DGS.
Estaba en una celda
del sótano, reventado del tiempo que llevaba allí, cuando volverían a subirme hasta la primera planta. Poco
menos de seis minutos antes me habían bajado. Eran las tres o tres y media de
la mañana, según el reloj que había en la pared de aquel cuchitril, en el que
operaba Billy el Niño con su
banda. Estaba molido de los leñazos
que me daban, ensañándose en el cuerpo. Los golpes y puñetazos, sólo yo lo
notaba, doliéndome así hasta los higadillos. Billy el Niño me repetía, nunca saciado, que “esta
vez sí vas a llorar, canario de mierda”.
Para aguantar los
salvajadas de aquellos canallas que estaban torturándonos, habíamos aprendido
casi todos, mis compañeros y más apresados, e invariablemente, que‘centrásemos nuestros pensamientos en
cualquier objeto inanimado, sin salirnos nunca de lo que cada uno hubiese decidido, cuando el verdugo
(en ocasiones, varios torturadores al alimón) iniciase la criminal sesión
correspondiente. Cuando me lo dijeron, en mi ignorancia supina, pensé que aprovechaban
mi tercermundismo por darme la
macabra broma. Sin embargo, había razones sobradas. No era ningún Bálsamo de Fierabrás, pero los efectos
sicológicos sí que se notaban. Ineludiblemente, yo pensaba en mis padres y en
mis hermanos, a los que hicieron sufrir todas las perrerías imaginables. Volví
a denunciarlo ante Billy el Niño, en
aquel lugar donde estábamos. No se inmutó ni pronunció palabra alguna, siempre
con los ojos pegados al suelo como la
momia vestida egipcia.
“A mi hermano Juan lo cogieron a tiro limpio en una operación que tú dirigías.
Claro que ni te acordarás. Eran tantas las que hacías que si te recuerdo una,
darías demasiadas vueltas a tu cabeza, para saber a cuál me refiero. Voy a
refrescarte la memoria. En dos coches, llenos de los tuyos, iban detrás de mi
hermano, nada más salir de su casa por la mañana; aunque te caló y salió
corriendo saltando la muralla que estaba cerca de la casa donde vivía. Pero
tuvo la mala suerte de meterse en una calle que, en aquel momento, estaba en
obras, y sin salida. Aun así, hizo todo lo que pudo para que no lo trincaran.
Los tuyos, ya cabreados me figuro, comenzaron a disparar. Lo detuvieron porque
quedó acorralado y a punto de matarlo”.
Me
acordaba de la vuelta triunfante de Billy el Niño a la primera
planta de la DGS, donde poco
antes me llevan otra vez aquella misma madrugada. “Hombre, estás aquí, y con ganas de que te haga un hombre, de cómo
tiene que ser el hombre con dos cojones”. Era una frase que siempre
salía de la boca de Billy el Niño para
demostrar que era más macho que nadie, y todos los que pasaron por sus
ensangrentadas manos escuchan de sus fauces. Enloquecido como estaba, “quería partirme en dos”, como el
mismo le dijo. Detalles y pormenores de lo que maldecía, insultos a porrillo y
amenazas constantes, lo han expresado los compañeros detenidos, cuyas
espeluznantes declaraciones está foliadas e incorporadas a los legajos que
integran las diligencias judiciales del sumario abierto en los tribunales
argentinos.
En aquel estado crítico,
ahogándome con mis propias babas sanguinolentas, yo ya no podía más. Entonces,
esposado por delante desde el primer día, como me tuvieron, me lancé de cabeza
en picado contra el postigo de una de las mesas que tenían en aquella planta de
los interrogatorios, donde Billy el
Niño y los secuaces de la BPS
protagonizaban sus heroicidades, que traducirían a méritos para optar a los
galardones y medallas que concedían por las propuestas de Martín Villa y otros franquistas que
continúan gobernando en la sombra (entre ellos, Utrera Molina, el bendecido suegro del tapado reaccionario Ruiz-Gallardón,
el ministro de Justicia que pretende que la mujer regrese a la caverna). Uno de
ellos me zancadilleó, cayendo de plano en medio del cuartucho. Quedé boca
abajo, creyendo que me asfixiaba. Nadie se movería para levantarme o darme la
vuelta. Tengo grabado, aunque vagamente, aquel cruel e imborrable episodio.
Noté cómo saltaban sobre mi espaldas, cómo me pateaban y me tiraban del pelo.
Sé que hablaron del médico, sin saber a qué se referían. Desperté en una
camilla cuartelera, creyendo que aún estaba en la DGS. No me enteré de nada. Ni que me habían curado, según dijeron
los funcionarios. Ni que me habían llevado a Carabanchel. Nada de nada. El doctor José Luis Barros me dijo después que había perdido el conocimiento
estando en el suelo por las barbaridades que me hicieron en la DGS, y viendo que había sucumbido,
deciden llevarme a la enfermería de la cárcel, en Carabanchel. He entregado todo tipo de detalles que estarán
acopiados en actuaciones judiciales o las diligencias correspondientes.
Con todo,
manifestaré que, a los siete meses de mi Certificado de Liberación Definitiva, firmado por Javier Cabezudo Fernández, por una
crisis renal, ingresé en el hospital. Desde entonces, los dolores en la vejiga
urinaria y, sobre todo, las progresivas incomodidades en la columna, no me
abandonaron. Al principio creí que serían patologías normales, que iban
aumentando con los años. Pero en París,
tras unos análisis intensos que me hicieron en los departamentos del Hôpital de la Pitié-Salpétrière, el
diagnóstico dio un giro esclarecedor. Tenía la columna destrozada con fracturas
de distinta naturaleza, quizás debido a cualquier accidente, o a consecuencia
de las torturas, o de los golpes que me propició la policía española en sus
propias dependencias.
Sobre
problemas renales, mis crisis en la vejiga y las periódicas oclusiones para
evacuar, sus opiniones y diagnósticos determinan que venían provocadas por unas
iguales causas e idénticos orígenes. Diré que allí me facilitaron una sonda
renovable, aliviándome que tal manera, que comenzó a rescatar en mí el
entusiasmo y renovadas ganas de continuar viviendo. Siempre recordaré aquellos
afectos y la solidaridad de Olvido,
quien fue conmigo a París. Como
recordaré a Pedro Caba y José Luis Barros, quienes decidieron
que tenía que ir con ellos a Francia,
pensando que, con las dificultades que yo arrastraba, aquí no tenía ninguna
salida y podrían incluso provocar mi muerte prematura. Expreso, asimismo, mi
infinito agradecimiento a Ramón Sáenz
Valcárcel, y a su familia; en especial a su entrañable padre, por su
amistad, solidaridad, su cariño y por cuanto se movieron para que me
restableciera, ocupados siempre de mi salud, animándome sin tregua para que no
bajara la guardia ni cayese en aquel pozo sin fondo del terrible desánimo. Me
quedan demasiadas cosas que reflejar, y quisiera hacerlo cuanto antes. Pero
ahora debo terminar este manifiesto, pues los amigos de La Comuna me apremian por la urgencia para enviarlo a los
tribunales.
Antes de acabar con mi comunicación, deseo que sepan que desde entonces, he
consultado con muchos médicos especialistas, tanto de la columna como de la
vejiga urinaria; que cada uno de ellos inexorablemente manifiesta que las
causas de ambas patologías, sin variación o dudas clínicas, proceden de las
torturas que me infligieron los criminales de la BPS. Diré que, en estos más de cuarenta años, me han intervenido
quirúrgicamente siete veces en la columna, con largas operaciones que duraban
unas ocho horas de media. Además, tres cirugías entre la vejiga y el cuello
vesical. Pese a que pudiera parecer que acabaron
conmigo, no dejé de batallar nunca, ni pretendo hacerlo en la medida
que la naturaleza me lo permita. Por último, manifiesto que cuantos hechos he
relatado en este "cuadernillo de vida" (Arturo Murillo Cazorla),
han sido documentalmente acreditados, y avaladas están las denuncias y las
declaraciones que aquí realizo.
Todo esto lo
he redactado, satisfecho, a petición de los amigos y compañeros de La Comuna, cuya lucha dará
resultados positivos, ya lo estamos viendo, para que lo administren como deseen
y lo presenten donde ha lugar. Además, acabo diciéndoles que ratificaré este
manifiesto con total disposición, y lo haré donde sea, delante de quien sea y
cuando me lo comuniquen, sin ninguna dilación. Mientras tanto, aquí estaré para
lo que me digáis; con mi agradecimiento y un fuerte abrazo para todas y para
todos.