Miércoles, 28 de octubre.
Victoriano Santana*
Tomemos una cinta de extensión aceptable (un metro, metro y medio…, qué más da). Imaginemos que de un extremo al otro se condensan diez mil años. Podrían ser más, pero, para el caso, dejémoslo en esta cifra redonda y no merodeemos más sobre este particular. Márquese en esos sugeridos diez milenios, con un rotulador o el utensilio para escribir que deseen, la parte proporcional a cien años. Tampoco vamos a andar cuestionar si convendría más quitarle años o lustros a esa centena. Dejémoslo en cien, ¿les parece? Pues bien, ese pequeñito espacio de cinta marcado es el tramo de una existencia humana. Insignificante, ¿verdad?
De ese trocito, descontemos los primeros diez años, equivalentes al período en el que nuestra especie es sumamente inoperativa desde el punto de vista de las acciones y el pensamiento. Es posible que lo aconsejable sea aumentar más la porción temporal, pero vamos a dejarlo como está para no andar mareando la perdiz. Ni para un caso debería ser cien ni para el otro diez, pero con algo hemos de quedarnos en este momento.
Seguimos. Durante noventa años, nuestro organismo irá evolucionando. Se pasará de la endeblez a la robustez y, llegado el momento, se regresará a la condición inicial. El proceso se dará de manera inevitable, aunque es cierto que no con la misma intensidad ni de la misma forma. Lo importante para el asunto es que ocurrirá y que será irremediable. Nadie escapará de él. Como tampoco se podrá escapar del extremo opuesto al del origen del segmento, o sea, el fin. Es un segmento, los límites son consustanciales a su naturaleza.
Paremos un instante y veamos qué tenemos: una vida de cien años de los que sólo son operativos noventa; una trayectoria orgánica cuyo gráfico es similar al de una montaña (de la base a la cumbre y vuelta a la base); un fin imposible de evitar y, añadimos ahora, un comienzo imposible de prever, ya que hemos podido nacer en otro ambiente familiar diferente al que hemos tenido; en otro país, otra época, en medio de un conflicto bélico; al comienzo de un período de prosperidad; en el ocaso de una civilización; en Oriente, en Occidente… Es cierto que también hemos podido no haber nacido nunca y que el trecho de marras no hubiese existido jamás. Pero, sea como fuere, por el hecho mismo de leer este artículo, por ejemplo, ya queda confirmado que nuestro fragmento vital comenzó a trazarse en algún momento de la cinta.
Antes de la porción, nada éramos; ni derecho al recuerdo teníamos porque por no haber, ni la noción de nuestra existencia había. Después del trozo marcado, es posible que hayamos conseguido el referido derecho a la memoria porque se habrá aposentado en el ánimo y entendimiento de nuestro entorno más afectivo (familias, amigos…).
Aunque esto es lo que sucede en casi todos los casos, no hay que negar la existencia de una muy escasa proporción de individuos, los célebres, que ocupan un paupérrimo porcentaje de representados en la gran cinta que nos ocupa y cuyo derecho a la evocación se asienta sobre el conocimiento que de ellos tienen unos pocos estudiosos, quienes añadirán a los sedimentos perecederos dejados por la experiencia de los allegados una profusa y perdurable documentación escrita.
Nos interesa el primer grupo, el grupo de aquellos cuyos derechos al recuerdo terminarán expirando en un determinado momento de la cinta. Tras el fin de nuestro tramo vital, ¿cuántas décadas más será capaz de sobrevivir nuestra memoria entre los allegados? ¿Una, dos, tres…? ¿Y luego…? Luego, sin duda alguna, luego habrá nada: Nuestras ambiciones serán polvo; nuestros pasos, huellas borradas; nuestros sueños, olvidos; nuestras sonrisas, humo; nuestras lágrimas, vapor… Luego, ya no habrá nada más. Habremos desaparecido. Nuestra existencia sólo podrá ser testimoniada como parte de una cifra poblacional («mil niños nacieron en…»; «mil personas murieron en…»). Habremos perdido incluso el derecho a ser reconocidos por un documento de identidad, como cuando estábamos vivos o como cuando los nuestros hicieron trámites tras nuestro óbito.
Pasarán los siglos y los milenios. Con respecto a la cinta original, el tramo marcado será proporcionalmente más pequeño, y así hasta que no sea posible testimoniar de ninguna manera que hubo un instante, un suspiro de presencia humana en la Tierra, en la que existimos.
[Al llegar a este punto de la lectura, cualquier conclusión que se anote será defectuosa porque nuestro lector ya habrá ido edificando su particular corolario: Algunos negarán la evidencia, no por falta de objetividad, sino por temor al vacío; otros sentirán la acuciante necesidad de emular a los goliardos; no faltarán quienes, conscientes de la nada, optarán por sembrar alguna semilla que les ayude a prolongar su derecho al recuerdo; habrá individuos que, teniendo presente el declive físico y mental, optarán por limpiar su conciencia ahora que pueden antes de que sea demasiado tarde; unos pocos asumirán que lo mejor es vivir sin rencor y disfrutando de cada instante; y un porcentaje no escaso, con toda probabilidad, se habrá arrepentido de leer este escrito cuando haya comprobado que en su lectura ha perdido unos minutos preciosos de su particular e irrepetible tramo de cinta].
*Victoriano Santana es Doctor en Filología Española, profesor de Secundaria, escritor y editor.