8 de marzo de 2023

Colaboración: Sentido y responsabilidad

 Miércoles, 8 de marzo.

Victoriano Santana*

En lo alto del montículo, Pepito levanta el puño ufano y declara la victoria de su ejército. Una parte de los amigos de correrías le reconocen como su caudillo; los otros asumen la triste realidad de su derrota. Vencedores y vencidos siguen en su papel hasta que llega la hora de la retirada y todos han de volver a sus casas y sus quehaceres: ducha, preparar la mochila para el día siguiente, cena y a la cama. He aquí una muestra sana de la efimeridad del poder y de lo que ha de ser la conciencia de sus limitaciones. Mientras dura la ficción, que sea el líder quien tenga que serlo; cuando esta se acabe, todos iguales.
Pensaba en esto tras detectar de nuevo cómo cierto comportamiento infantil se adueña de muchos que en breve van a aspirar a un puesto como representantes de la ciudadanía. Siempre me ocurre lo mismo antes de un periodo electoral: comienzo a ver niños grandes —a Pepitos arrogantes— cuya única meta es subirse a cualquier altura donde sea posible dar a entender que tienen poder y, en consecuencia, que son importantes; y, por tanto, que merecen la consideración general de todos; y, por ende, que han de recibir la admiración colectiva. En resumen: quieren estar arriba porque desean (necesitan) sentir que los adoramos.
No los culpo por que sean así.  Querer no ha de ser poder, aunque muchos gurús de la autoayuda se llenen la boca creando tanta falsa expectativa sobre esto. El que sea respetable una querencia no implica que tenga que materializarse: es aceptable que uno fantasee con la idea de ser el amo del Mundo siempre que el deseo no vaya más allá de su enunciación. El problema (¿problema en realidad?) viene cuando el despropósito genera acción y ocasiona en el infame de turno movimientos que buscan la consecución del dislate.
Mas en esto tampoco los culpo. Que uno mueva tierra no implica que se mueva la Tierra. Una voluntad, por muy férrea que sea, no deja de ser una singularidad sin fuerza ni capacidad para transformar nada que salga del perímetro que ocupa. El problema (sí, el problema en realidad) aparece cuando muchos deciden que el deseo de uno sea factible, por muy disparatada que pueda ser la idea o muy ido, el anhelante.
Cuando llega al poder un individuo sin formación (ojo: no pienso en un poseedor de títulos académicos ni de currículos desbordantes), sin muestras de estar habilitado para el sentido común y con demostrada incapacidad para ser empático, sensible y, sobre todo, humilde, lo primero que cabe pensar es que no está donde se halla gracias al despliegue de una estrategia de consecución de su propósito basada en el conocimiento de lo que cuesta cada tramo de ascensión ni, por supuesto, del valor que atesora lo que se consigue con esfuerzo (tesón, constancia, etc.); ni en un inteligente sopesar de pros y contras, ni en una hábil alimentación de alianzas y minimización de riesgos, ni… Cuando un tipo llega a lo alto dentro del ámbito de la representación pública y por las circunstancias que sea es fácil intuir que ninguna virtud exigible para estar donde se encuentra le es consustancial, lo único en lo que cabe pensar es que hay detrás un grupo de presión interesado en disponer de una marioneta.
Y créanme cuando digo que, en ocasiones, lo lamento de veras por ese niño grande que, sobre la colina de su cargo, se siente importante y poderoso. Es lo que tienen los chiquillos, que están todo el día jugueteando. Mi suerte de conmiseración es proporcional a la inquietud que me generan los que se encuentran detrás del fantoche, los “masters of puppet” de turno. Ahí es donde, quizás, se ubique uno de los problemas más graves de nuestra democracia: en los intereses de una minoría por situar en espacios de responsabilidad a personas de las que no dudamos que les queda muy grande, sumamente inasible, el cargo; y no hablo de altas esferas, entendiendo por tales los ámbitos donde se sitúan las representaciones nacionales, pues todos conocemos que en las administraciones locales, ayuntamientos, cabildos, parlamentos autonómicos, hay personas a las que les falta un hervor (y dos, si me apuran).
Situar a un incompetente al frente de un cargo, adularlo como si fuera la quintaesencia de la institución que ocupa y manipularlo hasta el punto de que sienta una atroz dependencia hacia quienes lo han colocado es el abecé de un preocupante (por su extensión) número de partidos políticos con sólidas aspiraciones a conseguir plaza en los comicios en los que se presente. Y es ahí donde hay que intervenir con suma urgencia: peleles y titiriteros llegan hasta donde lo hacen y logran el poder que ansían porque hay formaciones que lo permiten.
Si un mínimo sentido de Estado tuvieran (entendiendo por tal la preocupación hacia las necesidades colectivas proponiendo para que las gestionen a los individuos más cualificados) así como una elevada conciencia de la responsabilidad que les toca asumir como organizaciones sociales (evitando que las estrellas fugaces —apoyadas por influyentes personas versadas en que el cabildeo sea siempre su “modus operandi” — consigan el propósito de llegar a un pedestal donde toda clase de desafección hacia los usuarios de sus servicios hallara un lugar para desarrollarse), si estas dos virtudes poseyeran, repito, estoy convencido de que sería factible la deseada prosperidad que otorga vivir bajo el amparo de una república (3ª acepción del DRAE: ‘Por oposición a los gobiernos injustos, como el despotismo o la tiranía, forma de gobierno regida por el interés común, la justicia y la igualdad’).
Pero para que todo esto sea posible es importante, además, que los medios de comunicación (al menos un preocupante —por su extensión— número de empresas, canales y agentes de prensa) no se pongan de perfil relativizando dislates, aminorando despropósitos, ponderando bagatelas, encumbrando a monigotes, ensalzando a usureros, dignificando a chanchulleros, admitiendo a mentirosos, menospreciando a agraviados, ofreciéndose a postores y cotizando poco o nada por la verdad o, al menos, por esa objetividad que siempre hemos aceptado que no es absoluta.
Cuando entre los beneficiados de que los Pepitos pretenciosos lleguen al poder no está el pueblo, habrá que buscar en la sombra a quienes mueven los hilos del títere. Ahí, en esos rasputines, encontraremos el tumor del sistema. La democracia nos enseña cómo extirparlo: negándoles el voto e impidiendo así que estos nefastos candidatos vayan a más. Si los partidos políticos no asumen su deber y los medios de comunicación no ayudan, tendrán que ser los votantes —la ciudadanía, en suma— los que se remanguen las ropas de la pereza y la desidia, y comiencen a sopesar los pros y contras de una criba necesaria porque, en última instancia, somos nosotros —el pueblo llano, mondo y lirondo— los que permitimos con nuestra inacción y pasotismo que los niñatos sigan jugando a las batallitas en horas de trabajo.