Miércoles, 19 de noviembre.
Óscar Hernández*
Canarias siempre ha sido tierra de encuentro. A lo largo de su historia, desde los primeros pobladores norteafricanos hasta la actualidad, el Archipiélago ha recibido a gentes de todos los rincones del planeta. Se cuentan por miles los europeos, latinoamericanos, asiáticos o africanos que en los últimos tiempos se han afincado en las Islas, nuevos residentes que encontraron aquí el lugar idóneo para una vida mejor. Esta diversidad ha dado forma a una sociedad abierta, tolerante y cosmopolita, orgullosa de su carácter hospitalario. Sin embargo, la misma apertura que constituye una de nuestras mayores virtudes comienza hoy a convertirse en un desafío que pone a prueba la sostenibilidad del territorio y nuestro modelo de convivencia.
En los últimos veinte años, la población canaria ha crecido más de un 25 %, superando los 2.260.000 de habitantes. Más de un tercio de los residentes actuales han nacido fuera de Canarias. Son cifras que, más allá del orgullo por nuestra riqueza multicultural, obligan a una reflexión profunda. Nuestro territorio, fragmentado, limitado y vulnerable, no puede soportar indefinidamente un crecimiento demográfico tan acelerado sin comprometer su equilibrio ecológico, social y económico.
Aunque el fenómeno de la inmigración irregular sea muy visible y genere problemas como el de la atención a los menores no acompañados, los datos demuestran que son otras las personas que acaban quedándose como nuevos residentes: más de 350.000 europeos y americanos y tan sólo 38.000 africanos. Pero el problema no radica en quién llega, sino en cuántos podemos convivir en un espacio tan frágil y reducido.
Por su propia condición de islas, Canarias tiene una clara limitación de recursos naturales, agua, energía y suelo. Cada nuevo habitante implica además una mayor presión sobre las infraestructuras públicas, las carreteras, el transporte. También sobre la educación, la sanidad, el mercado de la vivienda, la gestión de los residuos, los espacios naturales, el paisaje y el medio ambiente. Con sus 2,2 millones de habitantes y sus 18 millones de turistas al año, la huella ecológica del Archipiélago ya supera con creces lo que el territorio puede regenerar. Y esa sobrecarga empieza a deteriorar la calidad de vida de todas las personas que aquí vivimos, sin distinción de nuestro origen.
Plantear esta realidad no es un acto de rechazo ni un discurso xenófobo. Canarias no puede ni debe cerrar sus puertas. Somos, por naturaleza e historia, un pueblo de acogida. Pero también somos un territorio insular con una capacidad de carga limitada que ya ha sido sobrepasada. Seguir creciendo sin control demográfico ni planificación económica y territorial sería irresponsable y, a medio plazo, suicida.
Urge abrir un debate sereno y riguroso sobre las herramientas que permitan ordenar el crecimiento y proteger la sostenibilidad económica, ecológica y social de Canarias. Existen precedentes internacionales que demuestran que es posible conciliar apertura y equilibrio. Territorios insulares como Åland (Finlandia), Groenlandia o la Polinesia Francesa cuentan con mecanismos legales que limitan la residencia o la compra de vivienda a no residentes para garantizar, precisamente, la preservación de su tejido social y de su medio ambiente.
En el caso de Canarias, la clave podría pasar por convencer a la Unión Europea (UE) de que nuestra condición de Región Ultraperiférica (RUP) necesita evolucionar. El artículo 349 del Tratado de la UE reconoce la lejanía, la insularidad y la fragilidad de nuestra economía, pero no contempla la superpoblación como un factor que amenace la sostenibilidad. Este vacío legal impide que podamos establecer limitaciones razonables, como una Ley de Residencia, restricciones a la compra de vivienda por no residentes o una tasa ecológica vinculada al impacto demográfico.
Algunos juristas y expertos en política europea plantean que una posible vía sería revisar nuestro estatus dentro de la Unión, explorando modelos como el de los Países y Territorios de Ultramar (PTU). Estos territorios, aunque vinculados a Estados miembros, tienen mayor autonomía normativa y pueden aplicar políticas de residencia y control de suelo ajustadas a su realidad. No se trata de renunciar a Europa, sino de replantear nuestra relación con ella, buscando un marco que nos permita compatibilizar la integración con la sostenibilidad.
Mientras tanto, dentro del actual marco constitucional y comunitario, hay margen para actuar. Es posible avanzar en una fiscalidad diferenciada que penalice la especulación, limite a los grandes tenedores de vivienda y prime el uso residencial estable frente al turístico. También se pueden establecer moratorias en la expansión urbana y turística, vincular la planificación del suelo a criterios de sostenibilidad y exigir una evaluación real del impacto demográfico de cada política pública. La educación ambiental y la corresponsabilidad ciudadana deben ser parte del cambio: no habrá equilibrio sin una ciudadanía consciente de los límites del territorio.
No podemos seguir alimentando la idea de un crecimiento acelerado e infinito. No podemos seguir aceptando las graves consecuencias de un modelo económico desbocado. Canarias no puede ser solo un destino turístico de sol, playa y restauración, sino también un espacio habitable con recursos suficientes para quienes ya vivimos aquí y para quienes lleguen de forma ordenada. Defender Canarias implica poner límites razonables que aseguren la viabilidad nuestro modelo de convivencia, el dimensionamiento de las infraestructuras y la continuidad de los servicios públicos, del acceso a la vivienda y de la protección de nuestros ecosistemas.
El reto no es decidir si queremos seguir siendo un pueblo de acogida -porque ya lo somos-, sino garantizar que podamos seguir siéndolo sin destruir aquello que nos hace únicos. La defensa del territorio y del bienestar común no es contraria a la solidaridad, sino su condición necesaria.
Ha llegado el momento de afrontar este debate y hablar con claridad. Canarias necesita un nuevo pacto social y político sobre su sostenibilidad demográfica. Puede llamarse Ley de Residencia, puede ser limitar la venta de viviendas a no residentes o puede ser otra herramienta que suscite consenso y unidad política, pero desde luego algo hay que hacer de manera urgente. Si no actuamos ahora, corremos el riesgo de convertir a Canarias en un escenario de desigualdad y degradación ambiental irreversible. Y entonces, ni los que nacimos aquí ni los que llegaron después tendremos un lugar que realmente podamos llamar hogar.
*Óscar Hernández es Alcalde de Agüimes y Presidente de Municipalistas Primero Canarias.