Antonio Morales*
A principios de agosto de este año fallecía, víctima de una esclerosis lateral amiotrófica, Tony Judt, uno de los más lúcidos historiadores y ensayistas de las últimas décadas. A modo de testamento nos dejó un libro, "Algo va mal" (Ed. Taurus), que "escribió" con muchísimas dificultades, que me impactó mucho, que no dudo en recomendar y que hoy quiero compartir con todos ustedes.
Judt abre el libro con una cita del literato y ensayista anglo-irlandés del siglo XVIII, Oliver Goldsmith: "Mal le va al país, presa de inminentes males, cuando la riqueza se acumula y los hombres decaen", y a lo largo de sus 220 páginas, con una claridad extraordinaria, nos va describiendo los errores y las claudicaciones de la socialdemocracia, "pero entre las opciones disponibles hoy, es mejor que cualquier otra que tengamos a mano", y la peligrosa deriva de un sistema atenazado por el miedo, la desconfianza, la inseguridad y la apatía ciudadana que destruyen la sociedad civil.
Como les digo, el autor, con una claridad meridiana, desde el convencimiento de que andamos presos de un vacío moral y de un vocabulario pretendidamente ético (es urgente "una vuelta a la conversación pública imbuida de ética") en el que hacemos coincidir el valor de la libertad con la seguridad de las operaciones financieras, nos describe que tras la Segunda Guerra Mundial se estableció un pacto por la regulación de los mercados, la distribución moderada de la riqueza, la aceptación del gasto y la inversión pública , el trabajo conjunto por el bien común, sin excluir a nadie, y la sociedad del bienestar como un concepto fundamental para propiciar más igualdad y, por tanto, más confianza y arraigo en la ciudadanía. Se recuperaron para la democracia las clases medias, que vieron como sus impuestos les generaban beneficios sociales y la socialdemocracia entonces aceptó de buen grado una mezcla del sueño socialista de una utopía poscapitalista con el pragmatismo de la necesidad de vivir y trabajar en un mundo capitalista. Y así se alcanzaron altas cotas de progreso social.
A mediados de los setenta nos describe una situación absolutamente cambiante en la que la derecha comienza a cuestionar el Estado rompiendo el consenso de la posguerra y se entra en una década en la que el Gobierno no es la solución sino el problema. Se produce una reacción conservadora que nos devuelve al trabajo en precario, al individualismo, a la "identidad" grupal como elemento disgregador, a la incapacidad de las nuevas generaciones por valorar los logros alcanzados. El debate público se vuelve puramente económico y aparece un rechazo culposo a la izquierda, incapaz de alcanzar objetivos, lo que da alas a un neoliberalismo que persigue la anulación del Estado.
No es ni más ni menos que el pórtico a unas décadas de final de siglo en las que el culto a lo privado y a las privatizaciones se convierten en casi una religión. Privatizar permite al Estado desprenderse de sus obligaciones morales y facilitar que el capital se beneficie de lo público que, no obstante, tiene que cargar con las pérdidas en los momentos difíciles. Se desmonta entonces poco a poco el Estado de bienestar en beneficio de unos pocos y la democracia se torna en autoritarismo, ya que desaparece la vinculación ciudadana, y la relación de ésta con el poder establecido queda sometida a la autoridad y a la obediencia. Poco a poco se pierde la noción de lo que tenemos en común con los demás, la identidad colectiva se convierte en una comunidad cerrada, los servicios públicos son sustituidos por los privados y se va vaciando al Estado. Se cae en un profundo déficit democrático y de desprestigio de lo público y los políticos empiezan a ser denostados.
Y es entonces cuando la izquierda socialdemócrata claudica. La libertad no es libertad si conduce a la desigualdad. El Estado de bienestar desiste de proteger a las minorías débiles frente a la minoría fuerte y privilegiada. Las clases medias se cansan y se agota una socialdemocracia que carece de agallas para plantear alternativas frente al neoliberalismo: "la mayor virtud de la socialdemocracia de mediados del siglo XX (estar dispuesta a negociar sus convicciones básicas en pro del equilibrio, la tolerancia, la justicia y la libertad) parece ahora más bien una debilidad: falta de temple ante las nuevas circunstancias".
Pero Tony Judt no se rinde. Su testamento es un legado esperanzador. Un canto a la rebelión que no renuncia a hacer una llamada a la discrepancia, a que los intelectuales abandonen su comodidad y den la cara. A rebelarnos en contra de que se siga destruyendo todo lo que no es "rentable". A que se diseñe una economía al margen de los ciudadanos porque sólo es cosa de expertos. Es preciso que nos liberemos del conformismo en que estamos atrapados, ya que las democracias sólo existen en el compromiso de sus ciudadanos en la gestión de los asuntos públicos. Aunque la nuestra es una época de "políticos pigmeos", los jóvenes no deben rendirse y perder la fe en las instituciones políticas. Precisamente porque no vamos a encontrar soluciones en los parlamentos, tenemos que volcarnos en conseguir espacios más allá del dinero: distribución de la riqueza, equidad, justicia, bienestar. El conocimiento debe ser un baluarte para la justicia social y para frenar el desempleo masivo que pone en riesgo la estabilidad cívica y política. Romper las desigualdades debe ser prioritario y, frente al recrudecimiento de las políticas neoliberales para vaciar lo público y la puesta del Estado al servicio del capital para salvarlo de sus practicas depredadoras, la izquierda debe plantearse tomar las riendas del Gobierno para contener los efectos de las ganancias inmoderadas y establecer los impuestos necesarios que permitan un buen funcionamiento de los servicios públicos… Es absolutamente imprescindible una vuelta a los ideales colectivos, que adscribamos a nuestros actos una moral que los trascienda, que rompamos la distancia entre la naturaleza intrínsecamente ética de la toma de decisiones públicas y el carácter utilitario del debate político que quiebra la confianza en la política y en los políticos… "Si pensamos que algo está mal, debemos actuar en congruencia con ese conocimiento. Como sentencia la famosa frase, hasta ahora los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo de diversas formas, de lo que se trata es de transformarlo". Hermoso legado.
Judt abre el libro con una cita del literato y ensayista anglo-irlandés del siglo XVIII, Oliver Goldsmith: "Mal le va al país, presa de inminentes males, cuando la riqueza se acumula y los hombres decaen", y a lo largo de sus 220 páginas, con una claridad extraordinaria, nos va describiendo los errores y las claudicaciones de la socialdemocracia, "pero entre las opciones disponibles hoy, es mejor que cualquier otra que tengamos a mano", y la peligrosa deriva de un sistema atenazado por el miedo, la desconfianza, la inseguridad y la apatía ciudadana que destruyen la sociedad civil.
Como les digo, el autor, con una claridad meridiana, desde el convencimiento de que andamos presos de un vacío moral y de un vocabulario pretendidamente ético (es urgente "una vuelta a la conversación pública imbuida de ética") en el que hacemos coincidir el valor de la libertad con la seguridad de las operaciones financieras, nos describe que tras la Segunda Guerra Mundial se estableció un pacto por la regulación de los mercados, la distribución moderada de la riqueza, la aceptación del gasto y la inversión pública , el trabajo conjunto por el bien común, sin excluir a nadie, y la sociedad del bienestar como un concepto fundamental para propiciar más igualdad y, por tanto, más confianza y arraigo en la ciudadanía. Se recuperaron para la democracia las clases medias, que vieron como sus impuestos les generaban beneficios sociales y la socialdemocracia entonces aceptó de buen grado una mezcla del sueño socialista de una utopía poscapitalista con el pragmatismo de la necesidad de vivir y trabajar en un mundo capitalista. Y así se alcanzaron altas cotas de progreso social.
A mediados de los setenta nos describe una situación absolutamente cambiante en la que la derecha comienza a cuestionar el Estado rompiendo el consenso de la posguerra y se entra en una década en la que el Gobierno no es la solución sino el problema. Se produce una reacción conservadora que nos devuelve al trabajo en precario, al individualismo, a la "identidad" grupal como elemento disgregador, a la incapacidad de las nuevas generaciones por valorar los logros alcanzados. El debate público se vuelve puramente económico y aparece un rechazo culposo a la izquierda, incapaz de alcanzar objetivos, lo que da alas a un neoliberalismo que persigue la anulación del Estado.
No es ni más ni menos que el pórtico a unas décadas de final de siglo en las que el culto a lo privado y a las privatizaciones se convierten en casi una religión. Privatizar permite al Estado desprenderse de sus obligaciones morales y facilitar que el capital se beneficie de lo público que, no obstante, tiene que cargar con las pérdidas en los momentos difíciles. Se desmonta entonces poco a poco el Estado de bienestar en beneficio de unos pocos y la democracia se torna en autoritarismo, ya que desaparece la vinculación ciudadana, y la relación de ésta con el poder establecido queda sometida a la autoridad y a la obediencia. Poco a poco se pierde la noción de lo que tenemos en común con los demás, la identidad colectiva se convierte en una comunidad cerrada, los servicios públicos son sustituidos por los privados y se va vaciando al Estado. Se cae en un profundo déficit democrático y de desprestigio de lo público y los políticos empiezan a ser denostados.
Y es entonces cuando la izquierda socialdemócrata claudica. La libertad no es libertad si conduce a la desigualdad. El Estado de bienestar desiste de proteger a las minorías débiles frente a la minoría fuerte y privilegiada. Las clases medias se cansan y se agota una socialdemocracia que carece de agallas para plantear alternativas frente al neoliberalismo: "la mayor virtud de la socialdemocracia de mediados del siglo XX (estar dispuesta a negociar sus convicciones básicas en pro del equilibrio, la tolerancia, la justicia y la libertad) parece ahora más bien una debilidad: falta de temple ante las nuevas circunstancias".
Pero Tony Judt no se rinde. Su testamento es un legado esperanzador. Un canto a la rebelión que no renuncia a hacer una llamada a la discrepancia, a que los intelectuales abandonen su comodidad y den la cara. A rebelarnos en contra de que se siga destruyendo todo lo que no es "rentable". A que se diseñe una economía al margen de los ciudadanos porque sólo es cosa de expertos. Es preciso que nos liberemos del conformismo en que estamos atrapados, ya que las democracias sólo existen en el compromiso de sus ciudadanos en la gestión de los asuntos públicos. Aunque la nuestra es una época de "políticos pigmeos", los jóvenes no deben rendirse y perder la fe en las instituciones políticas. Precisamente porque no vamos a encontrar soluciones en los parlamentos, tenemos que volcarnos en conseguir espacios más allá del dinero: distribución de la riqueza, equidad, justicia, bienestar. El conocimiento debe ser un baluarte para la justicia social y para frenar el desempleo masivo que pone en riesgo la estabilidad cívica y política. Romper las desigualdades debe ser prioritario y, frente al recrudecimiento de las políticas neoliberales para vaciar lo público y la puesta del Estado al servicio del capital para salvarlo de sus practicas depredadoras, la izquierda debe plantearse tomar las riendas del Gobierno para contener los efectos de las ganancias inmoderadas y establecer los impuestos necesarios que permitan un buen funcionamiento de los servicios públicos… Es absolutamente imprescindible una vuelta a los ideales colectivos, que adscribamos a nuestros actos una moral que los trascienda, que rompamos la distancia entre la naturaleza intrínsecamente ética de la toma de decisiones públicas y el carácter utilitario del debate político que quiebra la confianza en la política y en los políticos… "Si pensamos que algo está mal, debemos actuar en congruencia con ese conocimiento. Como sentencia la famosa frase, hasta ahora los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo de diversas formas, de lo que se trata es de transformarlo". Hermoso legado.
*Antonio Morales es Alcalde de Agüimes.